Desde luego, «los pensamientos son cosas», cosas
muy poderosas cuando se combinan con la exactitud del propósito, la
perseverancia y un imperioso deseo de convertirlas en riqueza, o en otros
objetos materiales.
Hace algunos años, Edwin C. Barnes descubrió lo
cierto que es que los hombres realmente piensan y se hacen ricos. Su
descubrimiento no surgió de pronto, sino que fue apareciendo poco a poco,
empezando por un ferviente deseo de llegar a ser socio del gran Edison.
Una de las características principales del deseo
de Barnes es que era preciso. Quería trabajar con Edison, no para él. Observe
con detenimiento la descripción de cómo fue convirtiendo su deseo en realidad, y
tendrá una mejor comprensión de los principios que conducen a la riqueza.
Cuando apareció por primera vez en su mente,
Barnes no estaba en posición de actuar según ese deseo, o impulso del
pensamiento. Dos obstáculos se interponían en su camino. No conocía a Edison, y
no tenía bastante dinero para pagarse el pasaje en tren hasta Orange, New
jersey.
Estas dificultades hubieran bastado para
desanimar a la mayoría de los hombres en el intento de llevar a cabo el deseo.
¡Pero el suyo no era un deseo ordinario!
EL INVENTOR Y EL VAGABUNDO
Barnes se presentó en el laboratorio de Edison, y
anunció que había ido a hacer negocios con el inventor. Hablando de su primer
encuentro con Barnes, Edison comentaba años más tarde: «Estaba de pie ante mí,
con la apariencia de un vagabundo, pero había algo en su expresión que
transmitía el efecto de que estaba decidido a conseguir lo que se había
propuesto. Yo había aprendido, tras años de experiencia, que cuando un hombre
desea algo tan imperiosamente que está dispuesto a apostar todo su futuro a una
sola carta para conseguirlo, tiene asegurado el triunfo. Le di la oportunidad
que me pedía, porque vi que él estaba decidido a no ceder hasta obtener el
éxito. Los hechos posteriores demostraron que no hubo error».
No podía haber sido el aspecto del joven lo que
le proporcionara su comienzo en el despacho de Edison, ya que ello estaba
definitivamente en su contra. Lo importante era lo que él pensaba.
Barnes no consiguió su asociación con Edison en
su primera entrevista. Obtuvo la oportunidad de trabajar en el despacho de
Edison, por un salario insignificante.
Transcurrieron los meses. En apariencia, nada
había sucedido que se aproximase al codiciado objetivo que Barnes tenía en mente
como su propósito inicial y preciso. Pero algo importante estaba sucediendo en
los pensamientos de Barnes. Intensificaba constantemente su deseo de convertirse
en socio de Edison.
Los psicólogos han afirmado, con todo acierto,
que «cuando uno está realmente preparado para algo, aparece». Barnes se hallaba
listo para asociarse con Edison; además, estaba decidido a seguir así hasta
conseguir lo que buscaba.
No se decía a sí mismo: «Vaya, no hay manera.
Supongo que acabaré por cambiar de idea y probaré un trabajo de vendedor». En
vez de eso, se decía: «He venido aquí a asociarme con Edison, y eso es lo que
haré aunque me lleve el resto de la vida». ¡Estaba convencido de ello! ¡Qué
historia tan diferente contarían los hombres si adoptaran un propósito definido,
y mantuvieran ese propósito hasta que el tiempo lo convirtiese en una obsesión
obstinada!
Quizás el joven Barnes no lo supiera en aquel
entonces, pero su determinación inconmovible, su perseverancia en mantenerse
firme en su único deseo, estaba destinada a acabar con todos los obstáculos, y a
darle la oportunidad que buscaba.
LOS INESPERADOS DISFRACES DE LA OPORTUNIDAD
Cuando la oportunidad surgió, apareció con una
forma diferente y desde una dirección distinta de las que Barnes había esperado.
Ése es uno de los caprichos de la oportunidad. Tiene el curioso hábito de
aparecer por la puerta de atrás, y a menudo viene disimulada con la forma del
infortunio, o de la frustración temporal. Tal vez por eso hay tanta gente que no
consigue reconocerla.
Edison acababa de perfeccionar un nuevo invento,
conocido en aquella época como la Máquina de Dictar de Edison. Sus vendedores no
mostraron entusiasmo por aquel aparato. No confiaban en que se pudiera vender
sin grandes esfuerzos. Barnes vio su oportunidad, que había surgido
discretamente, oculta en un máquina estrambótica que no interesaba más que a
Barnes y al inventor.
Barnes supo que podría vender la máquina de
dictar de Edison. Se lo sugirió a éste, y, de inmediato, obtuvo su oportunidad.
Vendió la máquina. En realidad, lo hizo con tanto éxito que Edison le dio un
contrato para distribuirla y venderla por toda la nación. A partir de aquella
asociación, Barnes se hizo rico, pero también consiguió algo mucho más
importante: demostró que uno, realmente, puede «pensar y hacerse rico».
No hay forma de saber cuánto dinero en efectivo
reportó a Barnes su deseo. Tal vez fueran dos o tres millones de dólares, pero
la cantidad, cualquiera que sea, se torna insignificante cuando se la compara
con la posesión que adquirió en forma de conocimiento definido de que un impulso
intangible se puede transmutar en ganancias materiales mediante la aplicación de
principios conocidos.
¡Barnes literalmente se pensó en asociación con
el gran Edison! Se pensó dueño de una fortuna. No tenía nada con qué empezar,
excepto la capacidad de saber lo que deseaba, y la determinación de mantenerse
fiel a ese deseo hasta haberlo
realizado.